Autor: Fad Juventud
30 mayo, 2019

Cuando se habla de jóvenes y consumos de drogas, la percepción social apunta a que los mismos están protagonizados en mayor medida por los chicos, en relación a las chicas. Pero también se incide en la idea de que la distancia entre ambos sexos se ha ido reduciendo en las últimas décadas, y actualmente es similar. En este sentido, los datos apuntan determinados factores.

Por un lado, que aparentemente el aumento de los consumos femeninos viene de la mano de sustancias legales y de consumo normalizado, no estigmatizado, como el tabaco y el alcohol. En la Encuesta sobre Uso de Drogas en Enseñanzas Secundarias (ESTUDES) de 2016, se observa que, para datos de los últimos 30 días, el 68,1% de las chicas de 14 a 18 años había consumido alcohol (dos puntos más que los chicos), el 22,3% se había emborrachado (un punto más que ellos), y el 29% había fumado tabaco (tres puntos más que los chicos). Además de en relación a estas sustancias, las mujeres también destacan en el consumo de hipnosedantes (con o sin receta), sustancia también alejada del imaginario de las drogas ilegales: el 7,3% de ellas reconoce haber consumido hipnosedantes en el último mes, tres puntos por encima de los hombres.

– Es que una niña fumando porros no es normal verlo. Porque yo
cada vez que voy por la calle siempre veo niños. Más que niñas,
la verdad. Que sí, que a lo mejor hay niñas fumando porros, pero…
– No te las ves por la calle.
(Mujeres, 16-18 años, Sevilla)

Para el resto de sustancias, los consumos masculinos son superiores, además con diferencias más notables: cinco puntos por encima de ellas en el consumo de cannabis (20,8% por 15,9%), y doblando y triplicando las proporciones en los consumos más minoritarios (cocaína, éxtasis, anfetaminas/speed, alucinógenos). En definitiva, equilibrio (y superación) en relación a los consumos que la sociedad ya tolera o suele tolerar de por sí (aunque impliquen superar claramente los límites, como ocurre con las borracheras), mientras el protagonismo y el imaginario en torno a la ilegalidad sigue recayendo en el universo masculino.

Por otro lado, dentro del propio colectivo juvenil la edad sigue marcando diferencias, especialmente si se considera la adolescencia en relación a edades superiores. Así, mientras las adolescentes reconocen más borracheras que los hombres en el último mes, cuando se considera el tramo de edad entre los 15 y los 29 años (para datos de la Encuesta sobre Alcohol y otras Drogas En España, EDADES, 2013), los hombres reconocen emborracharse en una medida significativamente superior: 30,9%, por 20% de ellas. Además, las diferencias de consumo en relación a las sustancias ilegales se mantienen o aumentan: el 5,48% afirma consumir cannabis a diario (casi cuatro puntos más que ellas), prácticamente el 18% dice haber consumido cannabis en el último mes (diez puntos por encima de la mujeres) [1], y un 2,9% señala haber consumido otras drogas en los últimos 30 días (1,2% entre ellas).

De manera complementaria al contexto que determinan los datos, el imaginario colectivo nutre los discursos en torno a la relación entre jóvenes y drogas, y determina las expectativas y percepciones que alimentan las representaciones sociales, muy especialmente en lo que se refiere a las diferencias por sexos. Esto se aborda en la reciente investigación “Distintas miradas y actitudes, distintos riesgos. Ellas y ellos frente a los consumos de drogas” (Rodríguez San Julián, Megías Quirós y Martínez Redondo, 2019) que ofrece un análisis cualitativo a partir de una metodología basada en grupos de discusión. Parte importante de la línea analítica de dicho estudio afronta la manera en que el contexto social, educativo, grupal y personal conduce a la aparente invisibilización de muchos de los consumos de drogas protagonizados por mujeres jóvenes. A continuación señalaremos algunas de las líneas discursivas básicas que enmarcan y provocan tal circunstancia.

Igualación por imitación

El discurso general asume que la igualación de los consumos entre mujeres y hombres tiene que ver con la imitación por parte de ellas de conductas y hábitos. Es decir, que se interpreta que las mujeres, progresivamente, se apropian de un espacio que “es de chicos”. Por tanto, consumos que en el imaginario se sitúan dentro del universo masculino y que, por ello, connotarán de cierta manera a las mujeres que lo lleven a cabo, y además lo muestren. En esta aparente “confrontación” (cuando menos, de expectativas), y desde la convicción de que los comportamientos masculinos al respecto gozan de la ventaja de la naturalización y “normalización” (no tendrán que dar tantas explicaciones por consumir como ellas, pues de ellos se espera), se entiende que, a partir de determinados consumos, las mujeres compiten por reivindicarse frente a los hombres, y frente a la situación de desigualdad y desventaja que sienten, o frente a lo que se espera de ellas como mujeres.

Exhibición frente a ocultación

Frente al consumo femenino entendido como reivindicación, de los chicos se espera que compitan entre ellos, en base a la imagen o la posición que reportan determinados consumos, o la manera en que se desarrollan. Por ello no es extraño escuchar a los chicos explicar que hablan con naturalidad de consumos de drogas entre ellos, pero no tanto con las chicas. Ello, a pesar de que para los hombres los consumos de drogas sólo comprometen una posible reprobación por su comportamiento (si se han pasado del límite, si no han controlado, si han causado molestias o hecho el ridículo…), mientras que para las mujeres compromete su imagen global, lo que se espera de ellas como personas. Tanto, que no pocos chicos reconocen que, aunque no tienen problema en que hombres y mujeres consuman lo mismo, prefieren que sus parejas no lo hagan, por no encajar exactamente con su expectativa de la feminidad (mientras su masculinidad queda intacta).

Estas diferencias provocan que, frente a la exhibición y el alardeo masculino, de ellas se espere recatamiento y contención, y consumos grupales pero íntimos, circunscritos al espacio de lo privado (mientras los chicos ocupan el espacio público). Además, expectativa que se expone como prueba de la madurez de las mujeres frente a la inmadurez de los hombres. Prueba que, así expuesta, resulta una losa difícil de mover para ellas.

Diferentes gestiones grupales

Pese a que el estereotipo que se maneja incide en que los hombres son más “simples” y gregarios (en el sentido de que dan más importancia al grupo y lo que hay que hacer para mantener la unidad e integración del mismo), y las mujeres tienen más personalidad y capacidad de “control”, se produce una paradoja que deriva en el tipo de contradicciones que sitúan a las mujeres en posiciones de desventaja. Y es que el discurso dominante (masculino) señala que, a la postre, ellos son más independientes, precisamente porque se asume que ellas lo que hacen es “imitar” sus comportamientos, y los propios comportamientos del grupo.

Cuando se afirma que las chicas están más influenciadas por lo que piense el grupo de sus comportamientos y hábitos, y que los chicos, aunque se muestren más gregarios, actúan de forma más individual (para aparentar, presumir, destacar…), se pasa de puntillas por la manera en que cada cual percibe la presión grupal. Y son ellas quienes meten el dedo en la llaga: a los hombres les cuesta más reconocer la influencia del grupo sobre sus actos y decisiones, y asumir que precisamente parte importante de esas conductas individuales tienen que ver con lo que se espera de ellos como hombres. En base a la percepción más estereotipada de la masculinidad operaría una presión grupal que a ellos les cuesta asumir.

A partir de ahí, ellas señalan que los consumos individuales y diferenciados en un grupo de pares que no consume, cuando son protagonizados por mujeres, se realizan de forma más discreta. También desde lo que se entiende es una mayor aceptación del grupo de mujeres de las posturas personales, ya sea para consumir o para no hacerlo.

Diferente percepción de los riesgos asociados

Más allá de los riesgos que suponen los efectos negativos concretos (físicos, mentales) del consumo de drogas, la mayor o menor tolerancia de los consumos, su capacidad de adicción, o de determinadas circunstancias negativamente influidas por ellas (la conducción de vehículos, las situaciones de violencia), en primera línea del imaginario colectivo se sitúan unos riesgos que establecen una diferenciación clara por sexo, y además generan determinadas expectativas a la hora de evaluar los comportamientos de unos y otras. Son los riesgos que tienen que ver con la exposición de las mujeres al abuso y la violencia sexual.

En este sentido, los argumentos son distintos entre los pares que si se emiten desde padres y madres, a pesar de que el punto de partida común asume que el principal riesgo del consumo de drogas tiene que ver con la manera en que se conforma un ambiente muy sexualizado, descontrolado y propicio para esas situaciones de violencia o abuso. Así, entre algunos jóvenes se puede llegar a asumir que, dado ese escenario, es responsabilidad de las mujeres controlar su consumo de drogas y alcohol, pues saben que muchos chicos no lo controlarán, y pueden poner en peligro su integridad. Es decir, proyectar la carga de la culpa sobre la víctima.

Por su parte, muchos padres y madres, encarnando un rol sobreprotector que en ocasiones nubla otras consideraciones, y a partir de la asunción de la “debilidad” femenina, llegan a enmarcar los riesgos del consumo de drogas exclusivamente en lo que tiene que ver con los comportamientos de personas que no son sus hijas. Es decir, que al hablar de riesgos ni se plantea en consumo de sus propias hijas, y sólo se considera lo que el consumo abusivo en otras personas (chicos) puede significar como amenaza a la integridad de chicas adolescentes y jóvenes. Consumo de sus hijas que ni se espera, ni se acepta ni se intuye (aunque no pocas veces se enuncia aquello de “ojos que no ven…”, o se reconoce que “no quieren verlo”); y que sólo parece encontrar respuesta en la posibilidad de que hayan “engañado” a sus hijas para consumir, como parte de ese escenario de abuso y perversión que propiciarían determinados consumos y personas. En este contexto, el consumo recreativo de muchas jóvenes pasa al terreno de la completa invisibilidad para sus padres y madres.

Responsabilidad, empatía y culpabilidad

Escuchando a chicas y chicos jóvenes hablar de estos temas, resulta evidente que ellas ponen en juego una serie de valores y sentimientos que provocan una manera distinta de interpretar sus consumos de sustancias, y que influyen en mayor o menor medida la hora de encarar o no esos consumos. Fundamentalmente en lo que se refiere a la forma en que los mismos pueden ser recibidos e interpretados por terceras personas, y más concretamente por sus padres y madres.

Por un lado, porque muestran gran empatía respecto a los miedos y preocupaciones de sus progenitores, y entienden el temor que genera ese escenario perverso que se dibuja en torno a los consumos.

Por otro lado, porque en torno a los consumos de drogas ponen en juego muchos sentimientos culpabilizadores, basados en la preocupación por lo que puedan pensar de ellas, y en la pretensión de no decepcionar. Sentimiento acentuado precisamente por lo que se espera de las mujeres en general. Entonces, se siente la presión de asumir la responsabilidad de lo que implican sus actos ante sus padres y madres, también porque no se entiende bien que una chica no se muestre prudente y responsable, frente a hijos de los que no parece esperarse tanto.

Caminos que conducen a la invisibilización de los consumos femeninos

Todo lo señalado incide en la circunstancia que suponía el punto de partida, y es que muchos consumos de drogas de las mujeres quedan invisibilizados. Porque se entienden alejados de su “naturaleza”, en base a lo que se interpreta que es su mayor carácter, criterio y capacidad de control. Porque el riesgo y la preocupación lo encarnan terceros, cuyos consumos serán los que afecten negativamente a las mujeres. Y porque las propias protagonistas llegan a ocultarlo por temor al juicio externo, a la decepción que puede provocar en sus padres y madres, o simplemente porque rechazan el alardeo que muestran algunos consumidores.

Estas circunstancias llegan a provocar que entre algunas personas adultas se niegue implícitamente la posibilidad de que las chicas jóvenes (sus hijas) consuman. Incluso señalando que, dado el escenario que se asume, las mujeres que, a pesar de todo, consumen, lo harán desde una convicción “verdadera”, algo que se interpreta como un riesgo añadido frente a los chicos. De nuevo, contradicciones a las que han de enfrentarse las mujeres, a quienes sigue resultando complicado mantener el equilibrio en el alambre de tales juicios y expectativas.

Notas:
[1] La cantidad aumenta a 21% entre los hombres y 10% entre las mujeres en la encuesta EDADES de 2017, pero considerando el tramos 15-24 años. En cualquier caso, se mantiene la notable diferencia entre hombres y mujeres.